Estamos en Berlín.
Y cuando se te olvida tienes un día de estos que te lo recuerda.
De camino a casa un domingo a las 5 de la tarde se me sienta un señor al lado en el metro y me dice: "el metro en Berlín hace mucho ruido, no como el de Hamburgo". Yo le miro, con actitud alemana (y éste ¿qué quiere ahora?). Y le observo: edad indeterminada, ni muy viejo ni muy joven (nunca he sido buena adivinando), buena pinta, negro como el tizón y con la nariz más ancha que jamás he visto y unos ojos negros de esos que te atraviesan al mirarte. Como siempre, le contesto - nunca se me ha dado bien lo de ser borde con desconocidos-. Me cuenta su vida y me dice que está trabajando en el teatro de Hansaplatz y que si lo conozco. Al decirle que no, me regaña por estar poco culturizada (eso me pasa por ser simpática con extraños).
Salgo del metro y me encuentro con el vagabundo con el que más confianza tengo. Y digo confianza porque ya le he visto sus partes varias veces. La primera, que además fue la que me dejó boquiabierta durante un rato, fue el otro día cuando subiendo por las escaleras mecánicas del metro me doy la vuelta para ver a mi amigo varios peldaños más abajo, pantalones bajados, su cola al aire y haciendo pis alegremente de izquierda a derecha cual surtidor. Mi horror fue más por la gente que subía por el lado izquierdo con intención de adelantarle. Como los surtidores de los parques, hay que correr para que no te pille.
Y para rematar la tarde, en el descansillo del metro me encuentro a una rara especie "el berlinés cool" jugando al futbol que me hace un pase con la pelota en plan "venga amiga, no nos nonocemos de nada pero, ¡pásamela!".
Lo dicho, por si se me olvidaba que estoy en Berlín.
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